Noventa años después de la llegada de la Segunda República a España recordamos cómo se vivió la transición de una Monarquía a una República.
El ciclo sin fin de las elecciones se repite una vez más en España. Sin dar tiempo al pueblo español a acostumbrarse al extraño concepto de la dictablanda, Berenguer abandona el poder. Casi inmediatamente, con el almirante Aznar al mando, se ponen en marcha los preparativos para unos nuevos comicios. Se diseña un calendario electoral que comenzará el 12 de abril con las elecciones municipales; estas disfrazan de elección entre uno u otro partido la verdadera decisión del pueblo: ¿Queremos rey?
La sociedad manda, y grita en las ciudades, liberada del poder de los caciques que acallan las voces del campo sin ningún pudor: y triunfan las candidaturas republicano-socialistas en 41 capitales de provincia.
La historia se cuenta sola: los resultados no se pueden ocultar, y el Consejo de Ministros corre a reunirse de urgencia. La palabra República resuena de pronto en las calles con más fuerza que nunca y desde el gobierno no saben cómo hacerla cesar. En las memorias del conde de Romanones queda plasmada la inevitabilidad de las circunstancias: ni siquiera la fuerza bruta puede pararlo ya.
A las tres de la tarde el 14 de abril se iza en Madrid la primera bandera republicana. Ondea sobre el Palacio de Comunicaciones con aires de superioridad e inspira al pueblo español a reunirse en calles y plazas. A la curiosidad le sigue el entusiasmo cuando, por fin, se hace patente que la tela tricolor simboliza de verdad el cambio.
El Gobierno provisional toma el poder, se alza sobre la monarquía que queda aplastada en el suelo, bajo sus pies. Los símbolos monárquicos desaparecen fruto de la República y del miedo. Caen las estatuas y con ellas la Corona, que se ve obligada a salir del país a toda prisa. El entusiasmo popular tiene aires de verbena y se contagia fácilmente la profunda densidad emotiva que tinta todos los ambientes. Crece la masa de banderas republicanas y se hacen más y más espesas. La República crece en sus himnos y en sus notas de canción alegre entonadas por una juventud exaltada. Se celebra el triunfo sin perder las formas.
España está levantada en vítores ¿Como un solo hombre? En Barcelona, la Plaza de San Jaime bulle minutos antes de que Francesc Macià proclame, con voz firme y potente, la constitución de un nuevo Estado Catalán que vivirá únicamente tres días. En Madrid, mientras tanto, cae a plomo una monarquía que antes de morir ha visto sucumbir todos sus símbolos e instituciones, poco a poco. El propio Ejército, descompuesto, no ha tenido siquiera un papel protagonista esta vez, como tantas otras, puesto que poco queda del esplendor y poder de su pasado. Esta vez han sido los jóvenes, los estudiantes, quienes se han impuesto por encima de todo.
El espectáculo es contemplado, mientras tanto, por la impávida figura del monarca. Alfonso XIII hace frente a la República con una suerte de actitud estoica, con una serenidad terrible o quizá con resignación cobarde. El Rey calla y acepta, huye, se marcha dejando tan solo un manifiesto vivaz y animoso que, sin embargo, permanece guardado en un cajón hasta que sea prudente publicarlo. Este documento no es, sin embargo, respaldado por ningún otro: falta por firmar su abdicación, para él y para sus hijos, lo que deja la puerta abierta a una futura reconciliación de la monarquía con el pueblo español. Este, sin embargo, ya nunca más querrá saber nada de un Rey proscrito que tan solo regresará a su patria una vez muerto.