En los últimos tiempos, el interés por las criptomonedas y las nuevas formas de inversión no ha hecho más que crecer. Sin embargo, el Bitcoin y las más de siete mil criptomonedas restantes son solo una arista del nuevo universo que la cadena de bloques o blockchain ha abierto para la humanidad. En este sentido, mientras algunos países ya aplican esta nueva tecnología en sectores estratégicos, en Europa su desarrollo e implementación está en una fase mucho menos avanzada. Esto hace perder competitividad y nos mantiene a la cola de la modernización y mejora de los sistemas políticos.
El blockchain permite poner en contacto directo a las dos partes de una transacción económica, prescindiendo de un intermediario. Para muchos, aunque todavía no se puede valorar la evolución del sistema en el largo plazo, esto habría “democratizado” de alguna forma el sistema bancario. Pero el dato más relevante, y también el más denostado por los críticos, es que, desde 2008, nadie ha encontrado una vulnerabilidad en estas transacciones. Todas se han movido de forma transparente en la cadena de bloques, lo que le confiere una ventaja definitiva en el tratamiento de información.
La seguridad que otorga el blockchain en el registro, almacenamiento y manejo de datos le convierte en el nuevo “notario de Internet”, con una aplicación potencial en cualquier sector. Desde facilitar el manejo de expedientes sanitarios hasta el control de la biodiversidad, la cadena de bloques hace mucho más eficiente este tipo de procesos. Por poner un ejemplo concreto, China, que introdujo el blockchain como tecnología estratégica en su 13º Plan quinquenal elaborado en 2016, usa la herramienta para mantener las conexiones logísticas en su política agroalimentaria. En el lado contrario, el plan de la Unión Europea se aleja de propuestas concretas, centrándose en mecanismos regulatorios para facilitar su desarrollo.
Y es que, además de mejorar la productividad en muchos sectores como la mayoría de las revoluciones tecnológicas, esta última tiene un componente liberador para las personas, casi justiciero. A estas alturas, muchas de las grandes potencias ya se han dado cuenta de ello. En cambio, en Europa corremos el riesgo de que su aplicación se quede en la fase propositiva, alejada de un plan de acción conjunto y perdida en la maraña burocrática para coordinar a los Estados miembros. Esto, sumado al resto de desventajas tecnológicas preexistentes, nos podría hacer perder definitivamente el tren de la nueva era digital.