La política española debe abandonar el discurso virulento y volver a las propuestas
El gobierno central y el madrileño insisten a golpe de insulto en convertir el 4-M en un imprudente calentamiento en la carrera por la Moncloa. El combate se intuía ya desde la convocatoria electoral: un intento de Díaz Ayuso para aprovechar su tirón ‘a la madrileña’ y afianzar el poder en Madrid, pero sin perder de vista a Casado y al liderazgo nacional de su partido. La presidenta se ha convertido en el rostro triunfante de un PP que ha abandonado la moderación en medio de la crisis más grave que ha vivido España en el último siglo.
La campaña en Madrid ha quedado condensada a un enfrentamiento continuo, enmarcado por una amalgama de maniobras políticas cortoplacistas y de bajo nivel que, es evidente, empachan a una mayoría de la sociedad, harta de ese show mediocre.
Ayuso, la favorita en las encuestas, protagoniza el espectáculo abonando una peligrosa y cada vez más normalizada política populista. Su éxito se desliza por la faltada más ocurrente, un eslogan de bajo nivel y una falta de propuestas claras. Su estrategia pasa por construir un discurso que convenza a votantes de la ultraderecha: los ciudadanos que esperan a recibir comida son “mantenidos subvencionados” y su gestión de la pandemia, ‘impecable’, ignorando que Madrid lidera la tasa de mortalidad por COVID en España. Un ejercicio de populismo que ha terminado generalizándose en buena parte del espectro político.
Se evidencia, por tanto, que la política actual va de forma, más que de fondo. El nuevo terreno electoral se juega a golpe de titular y a algunos se les da mucho mejor que a otros, aunque ese don no se traslade a una buena gestión.
La política se ha sumergido en una polarización cada vez más agitada, alimentada por lemas ridículos que solo multiplican esa confrontación. La pluralidad se desvanece y se imponen dos bloques discrecionales a los que parece que es obligatorio adherirse. Quien quiere aparentar que no lo hace se queda fuera. Es muy peligroso que los políticos se empeñen en encarrilar extremismos para sacar rédito político, y que al tiempo sean conscientes de que esta estrategia es la que menos necesita Madrid y España. Terminan obligando al ciudadano a votar en contra de alguien, más que a favor de un proyecto.
Mientras tanto, la ultraderecha sigue agitando -seguramente sea el germen- de este clima tan crispado. Lo acontecido en la SER ya sorprende poco a cualquier seguidor de este culebrón que hacen llamar campaña. El encontronazo Iglesias-Monasterio, la ausencia de Ayuso y la estudiada estrategia de aparente moderación en el resto del bloque de izquierdas evidencian que ya no hay espacio para el matiz, solo para la emoción. Esta es la ley que manda.
Tras la campaña, este circo mediático y político continuará dinamitando el tablero político y saltándose unas reglas de juego no escritas pero indispensables para el buen funcionamiento de un país democrático. Es necesario el diálogo sincero y limpio, el consenso, una oposición responsable y una política de propuestas, no de sentimientos y ruido. La izquierda se quedó muy cerca de gobernar en 2019 y tiene una oportunidad de frenar al fascismo en su intento de entrar en las instituciones. No lo debe ignorar si de verdad, como clama, lo considera tan peligroso.
En cualquier caso, la salud democrática de un país pasa de facto por la participación ciudadana en sus procesos electorales y ésta seguirá muy debilitada si no se libra a los ciudadanos del hartazgo que genera el bajo nivel de la política actual.