La pobreza y la exclusión social aumentan mientras que los gobernantes miran hacia otro lado
La crisis sanitaria provocada por el coronavirus ha sacudido al mundo. La pandemia ha evidenciado la ruptura del equilibrio entre las distintas sociedades. En este tiempo la vida se ha parado y se ha abierto hueco para la reflexión. Se han truncado la vida de muchas familias, pérdidas irreparables. Es así como la crisis sanitaria ha dejado al descubierto nuestra vulnerabilidad y nuestra interdependencia.
Las colas del hambre crecen cada vez más a raíz del frenazo en la creación de riqueza. Sus largas listas acogen no sólo a personas cuya situación económica y social ya viene dificultada de atrás, sino a nuevos rostros que hasta hace bien poco no hubieran imaginado requerir una ayuda social.
El azote del hambre se deja sentir en un país con cuatro millones de parados a los que hay que sumar 900.000 en ERTE y más de 300.000 autónomos sin trabajo. Por esta razón, es innegable que son tiempos complicados y parece que va a durar hasta que llegue el milagro de la “inmunidad de rebaño”.
Las consecuencias derivadas de la crisis sanitaria son graves. Los grupos sociales que se encontraban en una situación precaria antes de la pandemia siguen por debajo del umbral de la pobreza, incluso con mayores dificultades. Sin embargo, la brecha de la desigualdad ha crecido notablemente y la inestabilidad ha hecho que un mayor sector de la población esté en riesgo de pobreza o exclusión social.
Al principio eran algunos miles de ciudadanos quienes llenaban sus bolsas con alimentos que la solidaridad ciudadana distribuía puntualmente. Muchos de ellos eran inmigrantes sin trabajo, camareros a quienes les cerraron los locales y no han podido resistir con sus ahorros, madres con niños que no tenían nada que llevarse a la boca, pensionistas mayores que agotaron todos sus recursos, parados sin subsidio. A todos ellos se unieron personas de clase media que perdieron su trabajo y su esperanza.
Las personas sin recursos, los nuevos olvidados, que, cansados de llamar a la puerta de los servicios sociales de la administración pública, nutren las colas del hambre, en un país donde casi millón y medio de hogares tienen a todos sus miembros en paro. Personas que se han quedado sin puesto de trabajo de la noche a la mañana y que casi sin darse cuenta se han visto sin posibilidades y con un futuro oscuro por delante. Ante la situación, los bancos de alimentos, centros sociales y asociaciones se vuelcan para dar recursos básicos a estas personas que no hacen más que aumentar las listas de Cruz Roja, Cáritas o de las asociaciones vecinales.
Los índices de pobreza se disparan en Madrid, pero el problema está lejos de solucionarse. Sigue inmóvil el dato que a nadie moviliza: los 400 madrileños vulnerables atendidos mensualmente a lo largo del año 2020 que se han convertido en 4.000 diarios en lo que llevamos del año 2021, según fuentes de Cáritas y la Fundación Madrina.
Las necesidades extremas de miles de hogares de este país no están en boca de casi ningún responsable público. La situación sale a la luz en los pregones de los candidatos a la presidencia de la Comunidad de Madrid como objeto de reproche entre los que gobiernan y los que aspiran a gobernar. El empleo precario es la opresión en nuestro tiempo, el ingreso mínimo vital es una ayuda, pero no resuelve el problema: fomentar el trabajo digno y justamente remunerado.
La mala gestión gubernamental, con restricciones constantes, está hundiendo al tejido productivo, especialmente a restaurantes, bares, cafeterías, comercio y turismo, de manera que, de seguir con esa política, puede dejar, desgraciadamente, todavía un mayor número de personas en el paro a lo largo de 2021.